13/9/2009
Cádiz
Cuando era niño amaba los aviones. Algún familiar me regaló
un libro sobre la historia de la aviación y se me iban las horas mirando las
ilustraciones, con las aeronaves abiertas en canal dejando ver sus intimidades,
y leyendo los textos que las acompañaban. Me gustaban especialmente las antiguas,
las de dos alas, donde el piloto se sentaba a pleno aire con su cazadora de
cuero y cuello aborregado, su gorro algo ridículo y sus gafas, y, sobre todo,
los hidroaviones, aquellos monstruos anfibios que me llevaban a exóticos paisajes
y aventuras. Años después, cuánto deseé ser Robert Redford sobrevolando el lago
Nakuru de la mano de Meryl Streep con el fondo musical de John Barry, los
flamencos volando por debajo de nosotros, dejándonos llevar por el viento entre
nubes de algodón.
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